De vacaciones en el este

Cercanos y distintos a la vez, los balnearios de la costa uruguaya se preparan para una nueva temporada de verano. Varias iniciativas apuntan a conquistar al público argentino, mientras también Montevideo y Colonia despliegan sus atractivos urbanos y se suman a las facilidades para atraer visitantes.

El encanto oriental empieza ya desde la parte más estrecha del Río de la Plata, en Colonia e incluso más arriba en Carmelo. Pero hay que ir hasta Montevideo para poder “hacer playa” y disfrutar del litoral del país vecino. Aunque la capital uruguaya comparta con Buenos Aires el mismo “río color de león” -para volver a usar la expresión creada por Leopoldo Lugones- tiene una costa con arena y aguas notablemente más claras. Y hasta cuenta con un oleaje mínimo para ponerle el ritmo y el sonido indispensables que invitan a pasar un día de sol bajo una sombrilla. A pasos nada más del centro de la ciudad. Pero no son las playas de Montevideo las que más convocan, sino las que le siguen en el mapa: Punta del Este, José Ignacio, La Paloma, Cabo Polonio o Punta del Diablo, ya muy cerca de la Barra del Chuy que marca la frontera con Brasil. Más cercana que la brasileña y más cálida que la argentina, la costa uruguaya es la opción que se actualiza cada año, con propuestas de balnearios para todos los gustos: los hay bohemios, clásicos, campestres, urbanos o sofisticados.

Cruzando el charco

La “ciudad de la furia” se desdibuja apenas el viajero se embarca por el Río de la Plata rumbo a la capital uruguaya: del otro lado no hay prisa que valga y el tiempo pasa a otro ritmo. Tal vez por eso no hay mejor lugar que Montevideo para disfrutar una Noche de la Nostalgia, como la que se organiza todos los años a fines de agosto con música de los 80. Vista desde la Argentina, la vida parece más apacible en Uruguay. Más tranquila, el adjetivo que podría ser “de bandera”: eso justamente es lo que tantos turistas van a buscar durante sus vacaciones del lado oriental.

Montevideo los recibe con sus postales urbanas: el Teatro Solís, los bailarines de tango y las bandas de candombe, la Plaza de la Independencia y los vestigios de las murallas coloniales, el Café Brasilero, el Edificio Salvo, el Mercado del Puerto, el Parque del Prado o la Fortaleza del Cerro. Casi casi uno podría olvidar que es también una ciudad de playas: de hecho, una de las pocas en América que invita a disfrutarlas en un río que empieza a convertirse en mar.

La más famosa es la del barrio de Pocitos, muy cerca del centro, justo del otro lado de la Punta Brava. Desde el centro financiero e institucional de Uruguay bastan pocas cuadras para ponerse en “modo vacaciones”, canjear la vestimenta formal por un traje de baño y disfrutar de una tarde o una jornada de sol bajo la sombrilla. Los días de verano en Pocitos se tiene la sensación de tirar un poco de la línea del Trópico hacia abajo, para transformar la capital uruguaya en una antesala del litoral brasileño.

Sin embargo, Pocitos no es la única playa de la ciudad. Ni de lejos. Paralelas a las elegantes ramblas y en dirección al aeropuerto de Carrasco se suceden varias más: algunas muy chicas, como la del Puerto del Buceo, y otras más extensas, como Ingleses, Carrasco, Mónaco y, más lejos, las de Punta Espinillo, La Colorada o Punta Yeguas. Concurridas o solitarias, con o sin servicios, anchas o angostas, aptas para perros o no: hay para todos los gustos y al probarlas se entiende por qué algunos vecinos de Montevideo pasan la temporada de verano sin siquiera ir más lejos.

Esta parte veraniega de la capital se combina con las visitas al Mercado del Puerto y a las calles del centro histórico, en proceso de remodelación y restauración. Aunque antiguamente este sector se encontraba dentro de las fortificaciones de los tiempos coloniales, hoy solamente quedan fragmentos de las murallas, que supieron ser un desprendimiento de la arquitectura medieval europea en suelo americano, con fosos y puente levadizo incluidos.

Entre la plaza Independencia y la peatonal Sarandí quedó justamente una puerta de aquella ciudadela: recuerda que el apacible Uruguay de hoy fue un territorio disputado durante siglos por las coronas de España y Portugal. Ese vestigio de guerras y asedios marca un límite imaginario entre la Ciudad Vieja y el resto del centro. A pocas cuadras está la Plaza Matriz, que bajo la sombra de plátanos concentra las marcas de poder del antiguo mundo: la Catedral Metropolitana a un lado y, enfrente, el Cabildo (actualmente es un museo).

A una sola cuadra de la plaza y en dirección al Mercado del Puerto (donde se comen abundantes chivitos y se escucha a cantantes de tango) está el Café Brasilero (Ituzaingó y 25 de Mayo). Fundado en 1877, es el más antiguo de la ciudad, aunque tanto la decoración como las sillas son más recientes y remiten más bien a la época del Art-Nouveau, cuando el salón recibía a figuras como Gardel. Más tarde se solía ver con frecuencia al poeta Mario Benedetti y el ensayista Eduardo Galeano.

Un clásico uruguayo

Más cercana que Montevideo, sea cruzando el Río de la Plata o los puentes internacionales de Entre Ríos, Colonia es uno de los principales destinos turísticos del Uruguay. El pequeño casco urbano se extendió en torno a una punta donde afloran rocas por encima del lecho del río. Ubicada en el extremo de accidente geográfico, conservó buena parte del asentamiento original, fundado por portugueses en 1680 durante su intento de ocupar la margen oriental del Plata. Fue la primera urbanización europea fundada en suelo uruguayo.

Una muralla y su puerta siguen delimitando las manzanas históricas, donde se conservan casas bajas construidas con bloques de piedra y calles rudimentariamente pavimentadas. Estos pasajes con aroma de antaño se recorren en torno a la Plaza de Armas original disfrutando de un paseo histórico amenizado por bares, museos y tiendas de artesanos.

Colonia es la reina del turismo slow: es un lugar para caminar lentamente y disfrutar de las vistas; para empujar al azar las puertas de las tiendas y curiosear; para sentarse en un café, al costado de autos antiguos. Pero el ambiente no siempre fue tan apacible, como lo recuerdan los cañones que dejan asomar sus bocas desde lo alto de las fortificaciones. Hasta hace poco había un Museo de los Naufragios y Tesoros que rescataba la historia de las batallas navales libradas por las potencias coloniales. La colonia fue también atacada por piratas y contrabandistas, de modo que su costa es un cementerio de galeones hundidos, sepultados por los sedimentos. Otro recuerdo de aquellos tiempos lejanos: Colonia conservó su Plaza de Toros. Está en el Barrio Real de San Carlos, fuera del centro, pero a pocos minutos de viaje a bordo de los pequeños vehículos eléctricos o las bicicletas que alquilan varias empresas cerca del desembarcadero de los ferries.

Desde Colonia suelen hacerse salidas a dos pueblos cercanos. Uno es Carmelo, al que se llega por una ruta que transita entre viñedos y bosques. Es una cápsula del tiempo, un enclave de décadas pasadas. Sería el decorado ideal para una película ambientada en los años 60 o 70. La mayor atracción local es un puente giratorio, sobre el Arroyo de las Vacas. En la dirección opuesta a Carmelo, esta vez en hacia Montevideo, se llega desde Colonia a Nueva Helvecia. Fue fundada por inmigrantes suizos a fines del siglo XIX y conservó el vínculo con la madre patria alpina. En pleno contraste con el aspecto portugués de Colonia, imperan los escudos de los cantones suizos y los platos más emblemáticos son la fondue y la raclette.

Arenas bohemias, arenas sofisticadas

La sencillez campestre de Colonia y su región se vuelve a encontrar en varios balnearios de la costa noreste uruguaya pero contrasta sobremanera con Punta del Este. La fórmula veraniega del Saint-Tropez del sur del mapa es “lujo, famosos y fiestas”. Más argentina y brasileña que uruguaya, “Punta” también es muy europea en su concepción como balneario. Las crisis a repetición en los dos países vecinos (que le mandan la mayor parte de su público) no llegan a enfriar su entusiasmo ni su afán de diversión: cada verano, la fiesta interminable dura varios meses.

Casapueblo, la casa del artista Páez Vilaró, y los dedos de una curiosa mano que sobresalen de la arena son sus principales símbolos. Pero lo más llamativo es su doble personalidad: a la vez potente y tranquila, agitada y calma. Esto se debe a la punta sobre la cual nació el balneario, donde se separan las aguas del océano con las del río. Por un lado está la Mansa y por otro la Brava: oleaje suave o fuerte, a piacere… En cuanto al momento del día, conviene la Mansa por la tarde, para asistir a espectaculares puestas de sol sobre el Río de la Plata, con la isla Gorriti en segundo plano. La escultura de Mario Irarrázabal se levanta sobre la otra cara de Punta, en La Brava. Los cincos dedos de su obra son una respuesta a la Mano del Desierto que se instaló en el desierto de Atacama chileno. Ambas manos forman un simbólico abrazo al Cono Sur de las Américas, desde el Atlántico a los Andes.

La vida desenfrenada de Punta del Este tiene su lado “tranquilo” -el adjetivo más recurrente en Uruguay- en José Ignacio. Veinte minutos alcanzan para pasar de un mundo a otro y descubrir este balneario muy de moda que nació en torno a un pueblo de pescadores y al pie de un faro. Como Montevideo o Punta del Este, está sobre una pequeña península que avanza entre las olas. Y como su gran vecina tiene un costado manso donde fondean los barcos de pesca y otro bravo con olas fuertes.

Las puntas son recurrentes en la costa uruguaya y fueron ocupadas por asentamientos de pescadores. Algunas de ellas en torno a faros, como José Ignacio o el balneario siguiente, La Paloma. En verano la población local se quintuplica, sobre todo con surfistas. Y también es un destino de naturaleza, gracias a la cercana laguna de Rocha, donde se avistan muchas especies de aves y colonias de carpinchos.

Siempre subiendo por la costa, unos 12 kilómetros, se llegará a La Pedrera, un paraíso tranquilo y natural que varias personalidades -de ambas orillas- eligieron como refugio por su tranquilidad y encanto. Cada verano se organiza un festival de cortometrajes, La Pedrera Short Film Festival, y en Semana Santa es la sede de la fiesta musical Jazz entre Amigos. Entre chic y agreste, el balneario despierta también interés entre los geólogos por la formación rocosa que le da nombre, cuya edad se estima en 500 millones de años y data de los tiempos de Gondwana. Pero sin duda es elegido en verano por su gracia natural y la belleza del litoral, como en El Desplayado y la Playa del Barco, ideal para el surf.

El destino siguiente es Cabo Polonio, la playa más atípica del continente. Una vez más, ocupa una punta costera. La rodea un mar de arena en medio de un parque natural. El pueblo creció en torno a un faro (y, como en La Paloma, se puede visitar). Las dunas -se dice que son las más altas del continente- protegen este pueblo donde cada cabaña produce su propia agua y energía. Incluso las pensiones, las tiendas y los comedores. Con tal carácter, Cabo Polonio es un reducto hippie que hubieran adorado los beatniks que se lanzaron a las rutas durante el Verano del Amor. Las rocas de la costa sirven de apostadero a colonias de lobos, a elefantes marinos y de vez en cuando a algunos pingüinos.

Cabo Polonio es un destino ideal para hacer playa de día y observar el cielo y sus estrellas de noche. Sus puestas de sol se encuentran entre las más lindas del continente. Otro regalo de la noche en ese lugar mágico: a fines del verano, entre marzo y abril, es posible disfrutar del increíble espectáculo de las noctiluces. ¿De qué se trata? Son pequeños organismos unicelulares que forman parte del plancton de la zona y son bioluminiscentes. Emiten un brillo en reacción a ciertos impulsos químicos, como cuando uno camina por la playa en donde el mar dejó algunos milímetros de agua.

Luego de Cabo Polonio viene Punta del Diablo, el último destino de este viaje a lo largo de las costas uruguayas. Falta poco para llegar a la Barra del Chuy, que marca la frontera con Brasil. Desde los años 60, en esta otra punta solo habitan pescadores de tiburones. El turismo llegó hace muy poco y por el momento crece sin alterar a la población local. Las casas son bajas y coloridas, frente a un mar que se hace de un azul intenso bajo el sol, mientras las olas suelen ser tan fuertes como en el resto del litoral atlántico. Hay un mirador para ver pasar las ballenas en invierno y una fortaleza. En la otra punta de Uruguay, lejos de Colonia, esta fortificación fue construida por los españoles en torno a 1760 para detener el avance de los portugueses. Historias lejanas que ahora -por suerte- solo perduran en las páginas de los libros de historia. Como los que se llevan para un día de playa, un día que ya se sabe: si es playa uruguaya, será tranquilo.

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