Una curva para cada día del año

La Ruta de los Caracoles, en Mendoza, es una de las carreteras escenográficas más bellas de la Argentina. Vertiginosa e icónica, entre precipicios y laderas montañosas, resulta un viaje espléndido a las alturas de la cordillera.

Dicen que tiene 365 giros y contragiros, tantos que se podría ir contando uno por cada día del calendario, pero es un mito. Aunque hay tantas versiones como viajeros, en realidad son 270… un número más que suficiente para convertir a esta ruta en una leyenda, un destino al que aspiran los amantes del volante y los “cazadores de fotos” en lugares emblemáticos de nuestro país.

Para empezar por el principio, la RP 52 conecta Uspallata con Mendoza capital y nació como camino alternativo a la RN 7, que lleva hacia al paso del Cristo Redentor, en la frontera con Chile. Y no es una ruta cualquiera: entre el punto más alto, ubicado en la Cruz de Paramillos, hasta el icónico hotel termal de Villavicencio (el que figura en las etiquetas del agua mineral), se suceden las curvas y contracurvas formando esos “caracoles” que le dieron nombre. Y que obligan a circular más o menos con la misma velocidad que el pequeño animal con su casita a cuestas. Sin embargo, a no temer, porque durante casi todo el año se puede transitar por aquí con un auto común: alcanza con tener prudencia, mantener baja la velocidad y tener en cuenta que hay tramos muy angostos donde no pasan dos vehículos a la vez.

El recorrido puede hacerse en cualquiera de los dos sentidos, pero si el viajero puede elegir es mejor ir desde Uspallata hacia el valle: esto se debe a que, en este sentido se va “abriendo” el paisaje, revelando una nueva sorpresa después de cada curva. En el sentido inverso en cambio es necesario para de tanto en tanto para apreciar la belleza y las dimensiones del entorno.

Suponiendo entonces que Uspallata sea el punto de partida, se atravesará primero una zona minera, donde aún queda algo de asfalto en el pavimento. A continuación, ripio y más ripio: así se llega al Paso de Paramillos, con su cruz, a 3100 metros de altura. Cerca de aquí hay otro hito importante: se trata de un mirador (en una zona en la que se puede parar fácilmente el auto) donde asoma la punta del Aconcagua, la montaña más alta de las Américas, el coloso que domina la Cordillera de los Andes. Además de paisaje, aquí brilla la historia: en esta región dejaron su sello los jesuitas, como en tantas partes más de la Argentina, y la cruz es uno de los testimonios de su presencia, a partir del siglo XVIII, cuando promovieron el desarrollo de la actividad minera en Mendoza en busca de la extracción de oro y plata.

Después de la expulsión de los jesuitas de las Américas, esta zona minera fue cambiando de manos y finalmente se transformó en un sitio de visita turística. Cerca de aquí hay un pueblo fantasma, donde vivían los huarpes usados como mano de obra en las minas; un hito que recuerda a un bandido rural convertido en una suerte de “Robin Hood”; y bosques petrificados que llamaron la atención del naturalista británico Charles Darwin cuando pasó por la región, en su largo periplo por Sudamérica durante el siglo XIX.

Rumbo al hotel

Otro de los encantos de esta zona, que forma parte de la Reserva Natural Villavicencio, es la presencia de numerosos guanacos y zorros que se avistan con facilidad en el camino. Y así, curva tras curva, se llega finalmente al famoso antiguo hotel termal que se inauguró en los años 40 como un establecimiento de lujo. Los guías del lugar explican su historia con profusión de detalles, y vale la pena conocerla: aunque está cerrado, y nunca estuvo realmente en funcionamiento pleno abierto al público, conserva su señorial encanto. Aquí mismo se puede ver un manantial de agua mineral que, tal como surge de la montaña, va a parar a la botella. Una canilla invita además a los viajeros a recargar sus propias botellitas. Luego solo quedará descubrir el parador donde se puede comer algo, y conocer un jardín botánico que informa sobre la fauna y flora de la zona.

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